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Commentary

Op-ed

“Guatemalastán”: Cómo evitar el fracaso de un estado

Kevin Casas-Zamora
Kevin Casas-Zamora Antiguo experto de Brookings

May 22, 2009

Cuando los tomadores de decisiones de Washington dijeron que México era un ”estado fallido”, las autoridades mexicanas tuvieron razon al molestarse. De hecho, es posible que los expertos erraran al blanco por muy poco, ya que esta afirmación sería más adecuada para describir a la vecina Guatemala.

Guatemala lleva tiempo siendo un punto clave de tránsito para los estupefacientes en dirección al norte. Como tal el país se ha visto ayudado por su geografía y por su composición institucional. Los densos bosques deshabitados de Petén, al norte de Guatemala, ofrecen refugio para las actividades relacionadas con el tráfico de drogas, a menudo llevadas a cabo ante la mirada displicente, cuando no con la participación activa, de la única institución con una presencia efectiva en todo el territorio guatemalteco: una clase dirigente militar plagada de corrupción. De hecho, fuera de lo militar, el estado guatemalteco es una entidad débil según casi todos los indicadores. Los ingresos tributarios del país son del 12% del PNB, una de las cifras más bajas de América Latina.

A principios de este año, el embajador de Estados Unidos en Guatemala, Stephen McFarland, calculó en una entrevista para un periódico local que aproximadamente 300-400 toneladas de cocaína pasan al año por el país. No obstante, según las cifras del gobierno estadounidense, en el 2007 las confiscaciones de cocaína en Guatemala ascendieron solamente a 730 kilogramos (en comparación con las 13 y 27 toneladas de Nicaragua y Costa Rica, respectivamente). Las pocas dudas que quedaban acerca de la penetración del crimen organizado en las instituciones de Guatemala se disiparon a principios del 2007 cuando tres miembros salvadoreños del Parlamento Centroamericano fueron asesinados cuando se dirigían a la ciudad de Guatemala, en algo que claramente parecía un crimen relacionado con las drogas. Lo peor ocurrió unos días después, cuando los cuatro policías guatemaltecos sospechosos de haber cometido el crimen fueron a su vez asesinados cuando estaban detenidos en una celda de máxima seguridad. En ese momento, frente a las protestas internacionales, el entonces presidente Oscar Berger reconoció públicamente su incapacidad de garantizar la seguridad de ningún detenido en una prisión guatemalteca. Que Berger admitiera esto implicaba claramente que difícilmente se podía confiar en los cuerpos de seguridad del país. De hecho, la población no lo hace. Según el Iberobarómetro 2008, una encuesta regional, sólo el 25% de la población de Guatemala confía en la policía, mientras que únicamente el 15% confía en la Corte Constitucional y en la Corte Suprema, cifras que se encuentran entre las más bajas de la región.

La penetración del crimen organizado en Guatemala añade un combustible especialmente explosivo a una mezcla que incluye unos niveles altísimos de desigualdad, muy pocas oportunidades para una amplia juventud marginalizada, y la perturbadora herencia de una guerra civil que ha durado cuarenta años. Predeciblemente, Guatemala exhibe uno de los peores indicadores de violencia del mundo. Los índices de homicidios se duplicaron de 23 asesinatos por cada 100.000 habitantes en el 1999 a 45 en el 2006, llegando a los 108 en la ciudad de Guatemala, casi el triple del índice actual de Bagdad. A modo de comparación, el índice de asesinatos en Estados Unidos es actualmente de 5,9 por cada 100.000 personas.

Pese a los esfuerzos del actual presidente Álvaro Colom (que también está siendo investigado por su supuesta participación en el asesinato de un empresario local), Guatemala se enfrenta a una anarquía cada vez más incurable. La debilidad del estado, la violencia dominante, la corrupción generalizada, y la ubicación estratégica del país para el tráfico de drogas están creando un cóctel muy peligroso. Además, las perspectivas a futuro no son favorables. La situación en América Central se deteriorará sin lugar a dudas si la ofensiva del gobierno mexicano contra los cárteles de drogas no logra recuperar el control del estado sobre el norte de México. Hoy en día en América Central vemos muchos indicios del aumento de la actividad de las organizaciones mafiosas mexicanas, incluyendo las guerras entre ellas por el territorio. La gran diferencia, por supuesto, es que las capacidades de los estados centroamericanos, y del estado guatemalteco en particular, para hacer cumplir la ley y ejercer un control eficaz sobre su territorio están muy por debajo de las de México y ciertamente por debajo de lo necesario para afrontar el grave reto de seguridad que se les plantea.

Guatemala está experimentando un fracaso institucional silencioso. A diferencia de Afganistán o Somalia, sus instituciones parecen estar fallando poco a poco, de un modo no manifiesto, sin que los titulares de prensa se hagan eco de ello. Estados Unidos y los países vecinos, que sin lugar a dudas se verán afectados por la anomia en la que parece estar sumida Guatemala, deberían prestar atención y utilizar sus recursos para evitar las consecuencias. Los aproximadamente 10-20 millones de dólares asignados a Guatemala bajo la Iniciativa Mérida para combatir el crimen organizado son absolutamente insuficientes para que influyan de un modo visible en el problema. Dado el grado de corrupción en las instituciones encargadas del cumplimiento de la ley en Guatemala, cualquier esfuerzo de reformarlas enfrenta bastantes dificultades. No obstante, la alternativa es demasiado nefasta como para ser considerada.