Las tasas supersónicas de crecimiento en China y los precios astronómicos de las materias primas han llegado a un final abrupto. Por su parte, la normalización de la política monetaria emprendida por la Fed mediante el alza de las tasas de interés y la apreciación del dólar de EE.UU. han dado lugar a una nueva evaluación del riesgo en los mercados emergentes y a una fuerte desaceleración de las entradas de capital.
A raíz de ello, América Latina ha sido fuertemente golpeada. Las tasas de crecimiento se desplomaron y la reacción visceral de los gobiernos a esta desaceleración abrupta ha sido la introducción de medidas de austeridad para contener el gasto público y aumentar los ingresos. Estas medidas coinciden en un momento en el que las economías regionales se están enfriando bruscamente y en donde el panorama sociopolítico se está intoxicando peligrosamente por los escándalos de corrupción que han salido a la luz aquí y allá y debido al descontento social generalizado causado por la frustración de expectativas después de una década de crecimiento exuberante.
En los tiempos que corren, es un error reaccionar con la mentalidad de los años 1980 y 1990, ya sea para las economías de América Latina, otros mercados emergentes o para el sistema global. En un mundo con exceso de ahorro (siguiendo la hipótesis de la “saturación del ahorro” del expresidente de la Fed, Ben Bernanke), escasez de inversión (siguiendo la hipótesis de “estancamiento secular” del exsecretario del Tesoro, Lawrence Summers) y tasas de interés que han tocado fondo, el concepto de austeridad debe ser reexaminado.
En otras palabras, necesitamos un cambio de paradigma hacia la austeridad inteligente. Tomemos como ejemplo a América Latina, una región con un enorme déficit de infraestructura que impide la conectividad a los mercados regionales y globales. Una región con una calidad de educación que deja mucho que desear y que, de acuerdo con el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA), administrado por la OCDE, el 60 % de los estudiantes de 15 años de los países de la región no tienen las destrezas mínimas para entrar de manera productiva en los mercados formales de trabajo y aumentar así las posibilidades de lograr una trayectoria profesional satisfactoria. Una región con unos niveles de informalidad desbocados, donde el 70 % de la población activa del país latinoamericano típico está empleada por el sector informal, causando una miniaturización de la economía en donde una parte desproporcionadamente grande de la producción se genera en empresas muy pequeñas y poco productivas.
Debemos seguir empujando las políticas impositivas y de gasto público que se aprovechan de las bajas tasas de interés para promover la mejora de la productividad en inversiones de infraestructura y capital humano o —como sugirió el profesor Ricardo Hausmann de la Universidad de Harvard— en la vivienda, el transporte urbano y los servicios sociales con el fin de conectar a los trabajadores informales con las redes urbanas en donde la producción moderna se lleva a cabo.
La comunidad internacional debe desempeñar un papel clave para garantizar que este tipo de inversiones se siguen empujando. Por ello, los bancos de desarrollo deberían volver a los principios básicos y utilizar su capacidad para aprovechar los recursos económicos en los mercados globales y canalizar esos recursos hacia los mercados emergentes, asegurando simultáneamente que esos recursos se canalizan hacia inversiones socialmente productivas. El FMI debería garantizar que únicamente se canalizan recursos a países con un marco macroeconómico coherente y asegurar que las inversiones socialmente productivas no se computan como déficit o deuda porque, en términos económicos, no lo son. De esta forma, las agencias de calificación y los mercados pueden quedarse tranquilos y saber que los recursos abundantes y baratos se están utilizando de forma inteligente exclusivamente por los países elegibles en proyectos elegibles.
Hasta ahora, el debate de qué nivel de austeridad es el adecuado ha sido confinado a los países desarrollados que pagan tasas de interés liliputienses, como EE.UU., Alemania y Gran Bretaña. Sin embargo, este debate debe ampliarse para abarcar a las economías emergentes. Al fin y al cabo, es en el mundo emergente donde se encuentran muchas, si no la mayoría, de las oportunidades de inversión socialmente rentables. Si el sistema financiero global no está realizando la tarea de asignar los recursos excedentes financieros y de capital a las economías emergentes y está forzando sobre ellos una austeridad excesiva, las instituciones financieras internacionales deberían intervenir para llenar el vacío, ya sea directamente o promoviendo asociaciones público-privadas e inversiones del sector privado.
Las bajas tasas de interés no deben dar luz verde para gastar de manera irresponsable, puesto que en aquellos países con tasas de interés al cero por ciento, también ha de pagarse el pago de capital. El apoyo de la comunidad internacional hacia la austeridad inteligente (en los mercados emergentes que combinan un marco macroeconómico creíble con un gasto público responsable) extendería los beneficios de las bajas tasas de interés en todo el mundo y ayudaría a reavivar el crecimiento global.
Commentary
Op-edEn busca de la austeridad inteligente
March 1, 2016