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Drogas y democracia: Hacia un cambio de paradigma

Kevin Casas-Zamora
Kevin Casas-Zamora Antiguo experto de Brookings

April 22, 2009

El informe de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y democracia, una campaña presidida por los expresidentes Fernando Henrique Cardoso de Brasil, Ernesto Zedillo de México, y César Gaviria de Colombia, emprendido en Río de Janeiro el pasado febrero y presentado en Washington, D.C. en el Instituto Brookings en abril, es sin lugar a dudas una incorporación muy importante para la conversación que debería entablarse urgentemente en el continente. El documento es un severo llamamiento a reconsiderar en profundidad los principios del statu quo de las políticas antinarcóticos en Estados Unidos. Se trata de un esfuerzo oportuno. Con una nueva administración estadounidense mucho menos vinculada a las actitudes sociales conservadoras que llevan tiempo definiendo el debate, por fin es concebible una discusión sincera acerca de las drogas, tanto en el plano nacional como internacional. Resulta un poco paradójico que el enfoque político actual, fuertemente orientado hacia la erradicación de los cultivos ilícitos y la prohibición del suministro de drogas fuera de Estados Unidos, así como hacia el castigo de los consumidores nacionales, se haya afianzado a pesar de las flagrantes dudas sobre su eficacia. Después de una generación de entusiastas esfuerzos por parte de la administración estadounidense, las víctimas de la llamada “guerra contra las drogas” siguen creciendo a un ritmo muy superior al de sus logros.

Resulta un poco paradójico que el enfoque político actual, fuertemente orientado hacia la erradicación de los cultivos ilícitos y la interdicción del suministro de drogas fuera de Estados Unidos, así como hacia el castigo de los consumidores nacionales, se haya afianzado a pesar de las flagrantes dudas sobre su eficacia. Después de una generación de entusiastas esfuerzos por parte de la administración estadounidense, las víctimas de la llamada “guerra contra las drogas” siguen creciendo a un ritmo muy superior al de sus logros.

El informe no se anda con rodeos para señalar este problema, y aporta pruebas sólidas que respaldan sus afirmaciones. A continuación la Comisión aboga por la adopción de un nuevo paradigma para ocuparse de los estupefacientes, basado en tres principios: 1) Tratar a los consumidores de drogas como una cuestión de salud pública; 2) Hacer más hincapié en la reducción del consumo de drogas a través de la información, la educación y la prevención; y 3) Centrarse en una represión implacable del crimen organizado. A partir de estos principios se ofrecen una serie de recomendaciones más concretas, en especial la necesidad de evaluar conforme a la ciencia médica más avanzada la posibilidad de despenalizar la posesión de cannabis para uso personal, como han hecho ya muchos países en Europa Occidental. Aunque no se trata de ninguna novedad (de hecho fue propuesta por la Comisión Nacional sobre el Abuso de la Marihuana y las Drogas de 1972, convocada y más tarde reprendida por el presidente Nixon), esta última sugerencia ya ha provocado asombro en Estados Unidos.

Tres cuestiones. Más allá de los detalles de su contenido, el informe de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y democracia contempla al menos tres cuestiones que merecen nuestra atención:

La primera hace referencia al concepto de fracaso en lo referente a las campañas antinarcóticos y, en relación con eso, los tipos de costes que conlleva la “guerra contra las drogas” para el continente. ¿Es esta especie de guerra un fracaso, como afirma categóricamente el informe?

La respuesta a esta pregunta depende, por supuesto, de lo que consideremos un éxito. Si lo medimos como la contención del consumo de drogas en Estados Unidos, es posible identificar algunos logros legítimos en el pasado reciente. La proporción de población que consume drogas ilícitas en Estados Unidos se ha mantenido más o menos estable en los últimos veinte años. De un modo similar, si medimos el éxito como la eficacia de las campañas de prohibición, es innegable que las confiscaciones de drogas, en especial de cocaína, se han disparado durante aproximadamente la última década. Si el fenómeno que nos interesa es el área de cultivo de hojas de coca en América Latina, es algo inferior al de hace diez o quince años.

No obstante, si consideramos que un avance no sólo es la contención del consumo de drogas de Estados Unidos e incluso en el continente en general, sino la reducción de éste, queda claro que el statu quo casi no ha conseguido nada. Lo mismo podemos decir en referencia al precio de las drogas en la calle o a la producción real de cocaína en el continente, que casi está en el peor momento de la historia.

Centrar la discusión en los resultados de las actuales campañas antidrogas permite, por consiguiente, entablar una discusión legítima e interesante. También falsa. Puesto que el problema real surge cuando se incluyen en la ecuación los costes directos e indirectos del marco político imperante. Entonces sólo se puede concluir que el status quo es en efecto un lamentable fracaso.

Como pone al descubierto el informe, los costes ocasionados por el marco político actual son sorprendentes en todo el continente. Empiezan en la multiplicación por diez, en los últimos treinta años, del número de personas encarceladas por delitos relacionados directamente con drogas, muchos de ellos por cargos menores por posesión, una política que consume dos tercios del presupuesto asignado a las campañas antidrogas por el gobierno de Estados Unidos, estimado actualmente en 21 billones de dólares anuales. Podría decirse que los costes son incluso peores fuera de las fronteras estadounidenses, donde el enfoque actual, que ha hecho inevitable la emergencia de un gigantesco mercado negro de drogas controlado por el crimen organizado, ha generado enormes oportunidades de corrupción y estímulos para la violencia.

Este último punto merece una atención especial. América Latina, y en especial la cuenca del Caribe (América Central, el Caribe en sí, y el norte de Sudamérica), tienen de lejos los índices de asesinatos más altos del mundo. Aunque existen varios factores importantes asociados con estas cifras, no cabe duda de que el tráfico de drogas es una de las causas principales de esta tragedia.

Un solo ejemplo debería ser suficiente para ilustrar este punto. Las cifras de asesinatos en México en el 2008 nos cuentan una historia muy preocupante, que no es la que suponen la mayoría de las personas al ver las sangrientas imágenes y crónicas que últimamente no dejan de salir en los medios de comunicación. Lo relevante no es que la tasa de homicidios esté disparándose sin control. De hecho, para México en general no es así; apenas ha aumentado un poco en el 2008, de 11 a 12 asesinados por cada 100.000 habitantes. Lo realmente inquietante es que casi la mitad de los asesinatos en México están relacionados directamente con el tráfico de drogas, según las cifras hechas públicas por el Ministro de Justicia de México.

El hecho de que las autoridades mexicanas hayan realizado este horroroso recuento, algo que no ha ocurrido en ningún otro país, posibilita un interesante cálculo general. Según las cifras de la Organización Mundial de la Salud, todos los años mueren unas 140.000 personas en América Latina y el Caribe (ALC) como resultado del crimen. Cabe asumir, de un modo conservador y simplemente como cifra aproximada, que una cuarta parte de esas muertes están relacionadas con el tráfico de drogas. Fuera de México no hay forma de saberlo a ciencia cierta, pero los casos de los que se tiene conocimiento parecen indicar que éste podría ser el caso, por ejemplo, en el país del autor: Costa Rica. De ser cierto, esto significaría que probablemente 35.000 personas, hombres abrumadoramente jóvenes, en la cúspide de sus vidas productivas y reproductivas, podrían estar muriendo cada año en América Latina y el Caribe como resultado del mercado negro de drogas que han engendrado las políticas actuales.

¿Qué tipo de guerra es ésa? Como mínimo, este cálculo rápido debería darnos que pensar y obligarnos a preguntarnos si vale la pena mantener el enfoque actual contra la droga.

La violencia no es precisamente el único coste que deben pagar América Latina y el Caribe a causa de la “guerra contra las drogas”. En este punto deberíamos mencionar otros dos riesgos, al menos porque el informe los pasa por alto. Uno es el riesgo de la militarización de la policía. Es razonable que en casos especialmente graves, como hoy en día en Colombia o México, en los que está en juego el monopolio de poder del estado, sea necesario acudir al ejército para atajar un problema que excede con mucho las capacidades de las instituciones del orden normales. No obstante, teniendo en cuenta la historia política de América Latina, debemos ser conscientes de los peligros que esta opción supone para la democracia. La intervención militar en la lucha contra las drogas debe ser considerada una situación excepcional que no exime a las Fuerzas Armadas de unas reglas básicas de subordinación a las autoridades civiles ni cambia la naturaleza civil del problema.

El otro coste es igual de difícil de definir, pero igual de real. Hace referencia a la erosión de la ética de trabajo duro de toda una generación de jóvenes en América Latina y el Caribe. Esto resulta fácilmente comprensible si ponemos un ejemplo simplificado que ha presenciado una y otra vez el autor de este artículo en su propio país. Un joven relativamente ambicioso de cualquier ciudad costera de Costa Rica (y podemos estar seguros de que esta historia es aplicable en miles de comunidades de toda la región) puede ciertamente presentarse y formarse para ser camarero en uno de los hoteles de la zona. Sin embargo, con la misma facilidad puede convertirse en traficante de drogas. Y para muchos la elección está clara. En América Latina y el Caribe toda una generación crece con la idea de que se puede ganar mucho dinero fácil. Esto puede tener consecuencias devastadoras a largo plazo para la región.

El segundo problema al que debemos prestar atención es la otra “D” que tiene tanto que ver con este debate como las drogas y la democracia, y que el informe menciona sólo de pasada: el desarrollo.

En el continente, el cultivo y el tráfico de drogas son problemas relacionados con el desarrollo. El tráfico de estupefacientes se alimenta de debilidades institucionales muy básicas, de la fragilidad y la corruptibilidad de los mecanismos del orden y, en última instancia, de la incapacidad del estado en muchos países latinoamericanos para estar presente de un modo eficaz en su territorio. El tráfico de drogas se aprovecha al máximo de estas debilidades e incluso las empeora, generando poderes paralelos que se disputan el monopolio de poder del estado. Éste es precisamente el drama que tiene lugar en México hoy en día.

Por supuesto, esto da lugar a varios problemas muy peliagudos en América Latina. Aquí proponemos uno obvio: ¿cómo puede esperarse que el estado de Guatemala, por ejemplo, tenga una presencia eficaz en su territorio cuando los ingresos tributarios en ese país son apenas del 12% del PNB? ¿O del 16% en Perú? ¿O del 11% en México?

El tráfico de estupefacientes también es un problema relacionado con el desarrollo porque todo el sector saca provecho de la existencia de un enorme ejército de reserva compuesto por jóvenes con muy pocas oportunidades. Una cuarta parte de los jóvenes latinoamericanos no estudian ni trabajan. Eso es una bomba de relojería para la seguridad. Hay muchos jóvenes dispuestos a correr cualquier riesgo para salir adelante.

El caso es que si es cierto que la tragedia que estamos presenciando en el continente americano hace necesaria ciertamente una profunda modificación de las estrategias antidroga y una introspección de verdad por parte de Estados Unidos, también requiere que los países latinoamericanos se enfrenten a algunos de sus peores demonios. Estos demonios van más allá de los aparentes fallos de sus instituciones del orden, que en muchos sentidos son meros síntomas de cuestiones básicas de desarrollo que todavía están pendientes. Así pues, sí, se trata sin duda de un problema común de todo el continente, en varios aspectos.

El tercer problema, que podría ser el más decisivo, trata sobre la naturaleza del debate. El informe lo dice claramente: “Una política eficaz debe estar basada en los conocimientos científicos y no en sesgos ideológicos”. Bien dicho.

Una de las verdaderas tragedias del debate sobre las drogas es que en Estados Unidos éste se ha convertido en un debate moral, en el que cualquier intento de relajar un enfoque mayoritariamente punitivo es considerado un signo de debilidad frente a la maldad. Está claro, cuando el mal se convierte en el centro de la discusión, no tiene sentido razonar en términos de costes y beneficios de los distintos enfoques políticos. Cuando la cuestión es el mal, ningún precio es demasiado alto.

Esto es absurdo, incluso desde el punto de vista moral. Porque realmente es recomendable plantearnos por qué algo que ha sido interpretado como una cruzada moral por tantas personas en Estados Unidos puede generar tantos peligros morales en el resto del mundo. El marco político que surge como consecuencia de convertir esta discusión en una batalla moral está matando a muchas personas más allá de nuestras fronteras. Está creando enormes oportunidades para la degradación moral de los sistemas políticos en todo el continente y, tal como hemos dicho anteriormente, también está contribuyendo a dañar de un modo permanente la ética de trabajo duro de toda una generación en esta parte del mundo. Así que si vamos a hablar de moralidad, hagámoslo de verdad.

No obstante, esto es lo que ciertamente deberíamos evitar. El informe de la Comisión Latinoamericana es digno de alabar por pedir que se examine el problema y las opciones políticas para atajarlo con una actitud abierta, dejándonos guiar por la razón y por las pruebas científicas. Aparentemente es necesario recordarlo, cuando éste debería ser el ingrediente básico de la política en las sociedades occidentales.

Caminos a seguir. Estas tres cuestiones, y en especial la última, merecen ser enfatizadas porque encajan bien con el interesante debate convocado por el Instituto Brookings el año pasado durante el proceso de redacción del informe de la Comisión Asociación para las Américas, publicado en noviembre del 2008. El año pasado, un grupo de veinte líderes destacados de Estados Unidos y América Latina, presidido por el presidente mexicano Ernesto Zedillo y por el embajador de Estados Unidos Thomas Pickering, aceptó la invitación de Brookings de debatir una serie de cuestiones relativas al futuro de las relaciones en el continente. El crimen organizado y las campañas antidroga tuvieron un lugar importante en la conversación. Los asistentes a los debates tuvimos el privilegio de presenciar una discusión sobre el tema de lo más razonable y agradable, sin posicionamientos por principios, a pesar de la diversidad de opiniones con respecto a los méritos de las campañas antidrogas.

La opinión generalizada en la Comisión de Brookings fue que el marco político actual para resolver el problema de las drogas y del tráfico de estupefacientes en el continente, y en especial en Estados Unidos, debe ser replanteado y reformado. Como en el caso de la Comisión Latinoamericana, también existió un acuerdo en la noción de que la única solución a largo plazo para el problema de los narcóticos ilegales es reducir la demanda de drogas en los países con mayor consumo, en particular Estados Unidos.

Como resultado de la discusión se propusieron varias recomendaciones concretas, algunas de ellas relativas a políticas nacionales que Estados Unidos puede adoptar de forma unilateral, y también acciones que este país debería llevar a cabo juntamente con otras naciones del continente.

Tal vez la recomendación más importante es, precisamente, que el gobierno estadounidense debería poner en marcha una evaluación comparativa completa y a gran escala de la eficacia de las políticas antidroga en los distintos países y regiones del mundo. Ese estudio debería calcular los resultados, los costes y los beneficios de una amplia gama de opciones, incluyendo distintos esquemas de cumplimiento del orden y penalizaciones, y enfoques de prevención, tratamiento y reducción de daños.

Una segunda recomendación clave tiene que ver con el inicio de un diálogo continental permanente acerca de las drogas ilegales. Este diálogo, que esperamos dirija Estados Unidos, debería tratar sobre los países consumidores, productores y de paso, y tener lugar tanto a nivel ministerial como operativo. Permitiría compartir experiencias, identificar políticas viables y encontrar formas concretas de coordinar las campañas antidroga, tanto en el lado del suministro como en el de la demanda. Pero por encima de todo, permitiría que las políticas antidroga del continente se adaptaran mejor a las necesidades de los distintos países y fueran algo más que un enfoque concreto impuesto de forma generalizada.

Este diálogo es la materialización del sencillo principio de la responsabilidad compartida del problema, que debería formar parte de esta discusión desde hace años. Dice mucho del lamentable estado de la discusión actual que las declaraciones realizadas por la Secretaria Clinton en México hace unas semanas, reconociendo que el consumo de drogas en Estados Unidos es la base del problema del tráfico de drogas y sus consecuencias, fueran tan obvias y a la vez tan innovadoras.

Una tercera recomendación sugiere lanzar proyectos piloto basados en los enfoques más prometedores en cuanto a reducción de daños. Éste sería un verdadero indicio de la actitud abierta que debería guiar la búsqueda de un mejor enfoque político. Sería realmente beneficioso si los tomadores de decisiones de Estados Unidos se sintieran libres políticamente para experimentar con distintas vías. Además, se trata de una dinámica para la que este país está especialmente bien equipada. En sus cincuenta estados, Estados Unidos tiene otros tantos laboratorios donde experimentar y perfeccionar los enfoques políticos, si se les da a los tomadores de decisiones la libertad y la protección política para hacerlo.

Una cuarta recomendación aboga por un incremento significativo de los fondos federales y estatales disponibles para los tribunales de drogas y otros programas de tratamiento, que tienen graves problemas de financiación en Estados Unidos. Sólo uno de cada siete consumidores de drogas en este país ha sido admitido en programas de rehabilitación financiados públicamente. Se ha demostrado que los tribunales de drogas en concreto son una forma rentable de reducir el consumo de drogas y los crímenes relacionados con éstas.

La quinta recomendación está relacionada con la ratificación por parte de Estados Unidos del Protocolo de las Naciones Unidas contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego, que es lo mínimo que puede hacer este país para poner freno a la circulación de armas hacia el sur, que está exacerbando la violencia relacionada con las drogas al otro lado de la frontera.

Un llamamiento a la razón. En el Informe de Brookings se incluyen otras sugerencias concretas, pero parece innecesario hacer demasiado hincapié en ellas. Porque en última instancia el aspecto principal de este debate no es la sustancia de las políticas que adoptamos. Y por supuesto no se trata de la legalización frente a la prohibición de las drogas. El aspecto crítico trata sobre la calidad de la discusión y el método que utilizamos para llegar a nuestras conclusiones y recomendaciones políticas. Como expresó elocuentemente Moisés Naím durante uno de los debates de la Comisión Brookings, la tarea real y fundamental es la de “terminar con la prohibición de pensar.”

Éste también es el reto que los presidentes Cardoso, Gaviria y Zedillo, y el resto de miembros de la Comisión Latinoamericana para las Drogas y la Democracia, han querido exponer con la publicación de su oportuno informe. Se trata del reto de enfocar la tragedia de las drogas con la libertad para preguntar, discrepar y experimentar que debería ser el distintivo de las sociedades democráticas que deseamos en nuestro continente.