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¿Hacia dónde van las economías de América Latina?

Ciclos políticos y cambios de paradigma: una perspectiva histórica

1.1 ¿Cuál es la cuestión?

Durante gran parte de la última década, aproximadamente el 80 por ciento de los gobiernos de América Latina han sido de centroizquierda o izquierda populista. Sin embargo, a medida que partidos de centroderecha van ganando terreno en países como Argentina, Brasil, Guatemala, Paraguay y Perú, la hegemonía de la izquierda parece estar llegando a su fin. ¿Esta dinámica  debería sorprendernos? La respuesta breve es que no.

La existencia del “voto económico” ha sido documentada en la literatura académica. A saber, hay evidencia sustancial de que los votantes en países democráticos sistemáticamente reeligen a los gobiernos de turno en tiempos de bonanza económica y los deponen en tiempos de desaceleración, recesión o crisis económica.

Podemos afirmar entonces que la situación económica del país incide en los resultados electorales. Al mismo tiempo, podemos afirmar que hoy en día las economías nacionales están más interconectadas que nunca antes en la historia. De estos dos hechos se infiere que aquellos países cuyos ciclos económicos estén sincronizados deberían exhibir también ciclos políticos sincronizados. En la medida que gran parte del crecimiento económico en países exportadores de materias primas en América Latina puede ser atribuido a factores externos, debería ser posible observar una elevada correlación de los ciclos políticos en la región.

1.2 Lecciones de la historia reciente

En este ensayo, utilizamos 40 años de evidencia histórica para documentar que los ciclos políticos en América Latina están altamente sincronizados, reflejando el hecho de que los ciclos económicos en la región están en gran medida determinados por factores externos.

80% de los gobiernos eran dictaduras militares

1974-1989

Entre 1974 y 1981, América Latina experimentó altas tasas de crecimiento económico. La región creció a razón del 4,1 por ciento anual, en comparación con un promedio histórico de 2,8 por ciento. Cuando el precio del petróleo se disparó en los años 70, los “petrodólares” generados como resultado fueron reciclados a las economías emergentes—y en grandes cantidades a América Latina—en forma de préstamos bancarios. Estos influjos financiaron incrementos del gasto público y burbujas inmobiliarias en todo el continente, generando una bonanza económica que apuntaló a las dictaduras militares que asolaban la región. En ese entonces, el auge económico fue atribuido al restablecimiento del orden y la estabilidad que supuestamente habían impuesto los regímenes autoritarios.

La bonanza (relativa) fue interrumpida por el llamado “shock de Volcker”—la suba repentina de la tasa de interés de EE.UU. a 20 por ciento, precipitada por la Reserva Federal para reducir una inflación que rondaba en torno al 15 por ciento. Esta decisión representó un triple golpe para América Latina: EE.UU. entró en una profunda recesión, los precios de las materias primas que la región produce y exporta se desplomaron, y los capitales dejaron de entrar al continente y comenzaron a fugarse de América Latina, atraídos por los altos rendimientos ofrecidos por instrumentos del Tesoro americano. El resultado fue una “década perdida” de depresión económica y estancamiento; muchos países sufrieron una contracción de la producción, así como crisis cambiarias, crisis de deuda y crisis bancarias.

La consecuencia política de la grave situación económica y del descontento social generalizado entre 1982 y 1989—apuntalada a finales de los 80 por la caída del muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría, y el cese de la política estadounidense de apoyo a los regímenes militares en la región—fue la eventual caída de todas las dictaduras de la región (excepto Cuba). Estas fueron reemplazadas por gobiernos democráticamente electos—en su mayoría de centroderecha—que sucesivamente rechazaron el paradigma económico de sustitución de importaciones, intervencionismo estatal y exceso de regulación en favor del Consenso de Washington: disciplina fiscal, baja inflación, liberalización comercial y financiera, privatización y desregulación.

1990-2003

70% de los gobiernos
eran de centroderecha

A principios de los años 90—cuando la democracia ya estaba consolidada, la crisis de deuda había sido resuelta gracias al plan Brady, y las bajas tasas de interés habían retornado a EE.UU.—América Latina fue nuevamente inundada por capitales extranjeros—esta vez, más que nada en forma de bonos emitidos en los mercados internacionales de capitales por sector público y privado. El consenso en aquel entonces era que los mercados de capital impondrían una suerte de disciplina de mercado (ya que en teoría sólo los países y las empresas  solventes serían capaces de obtener financiamiento) en una región con un largo historial de derroche. La bonanza que sobrevino fue interpretada por muchos como prueba definitiva de la efectividad del Consenso de Washington.

La aplicación por parte de gobiernos democráticos de políticas sensatas y creíbles parecía finalmente haber logrado su cometido: crecimiento sostenido. Esto es, hasta que la crisis asiática de 1997 y el default de Rusia en 1998 explotaron sin previo aviso, generando una enorme fuga de capitales en los mercados emergentes que nuevamente sumió a América Latina en el abismo. Una vez más: recesión, depresión, y crisis cambiarias, de deuda y bancarias por doquier.

Entrado el nuevo milenio, una América Latina plagada de pobreza y descontento social vio a los gobiernos de centroderecha caer como dominós. Estos fueron remplazados por gobiernos de centroizquierda y, en algunos casos, por líderes populistas.

2004-2014

80% de los gobiernos eran de centroizquierda o izquierda populista

Los nuevos gobiernos de centroizquierda no repudiaron el compromiso previo con la disciplina fiscal, la inflación baja y mercados abiertos. Más bien, lo tomaron como base para instaurar programas masivos de redistribución social (en su mayoría dirigidos a los segmentos más pobres). Estos programas sólo podían ser financiados gracias a precios de materias primas—en constante aumento desde 2003—en sus máximos históricos y a una ola masiva de entradas de capital después de la crisis financiera global, que alcanzó su punto máximo en 2011 en la medida que los inversores de los países desarrollados buscaban obtener mejores rendimientos. Una vez más, términos de intercambio altamente favorables y un tsunami de capital barato y abundante sustentaron un boom económico sin precedentes. Una vez más, los gobiernos atribuyeron su éxito económico a las políticas del paradigma reinante, un paradigma que en este caso combinaba ortodoxia económica con redistribución social.

Pero el auge no estaba destinado a perdurar. A partir de 2012—a instancias de la crisis de la eurozona, una fuerte desaceleración económica en China, el colapso de los precios de las materias primas, y una fuga de capitales de los mercados emergentes a medida que los inversores internacionales buscaban refugio en activos seguros—América Latina se enfrió considerablemente. Algunos países se estancaron, mientras que otros entraron en recesiones profundas. Después de una década de crecimiento exuberante y altas expectativas, los gobiernos de la región se habían convencido de que la bonanza era atribuible a sus políticas. Habida cuenta del revés en el contexto externo, la frustración de expectativas y el desencanto dieron lugar a manifestaciones masivas convocadas a través de las redes sociales. En algunos países, escándalos de corrupción en los más altos niveles de gobierno echaron leña a un fuego ya de por sí sofocante. Esta situación acontece además en un momento en que los pilares del orden liberal y democrático están siendo atacados por movimientos secesionistas, nacionalistas, aislacionistas y populistas en EE.UU. y Europa.

El reflejo político de esta crisis socioeconómica ha sido un retorno a los gobiernos de centroderecha. Empero, esto no se debe a que la centroderecha se haya vuelto particularmente atractiva de la noche a la mañana. Lo que América Latina está experimentando es una repetición de ciclos anteriores: el rechazo de los gobiernos de turno sin importar su orientación ideológica. Es precisamente porque la década de los 2000 estuvo dominada por gobiernos de centroizquierda y populistas que ahora estamos observando un giro a la derecha.

1.3 ¿Qué nos depara el futuro?

Se podría decir que la historia de ciclos políticos y cambios de paradigma recién referida es evolutiva, construida de forma aditiva, con cada nuevo paradigma erigido sobre la base de paradigmas anteriores. De manera similar a la destrucción creativa de Schumpeter, la evolución se encarga de preservar aquellos elementos que resultan útiles, descartar los que son obsoletos, y agregar elementos nuevos (en ocasiones disruptivos).

Por el contrario, el populismo representa un cambio de régimen: revolución en vez de evolución. Los gobiernos populistas derogaron el Consenso de Washington en favor del despilfarro fiscal, la elevada inflación y el estatismo. En lugar de adoptar políticas de redistribución sensatas como son los programas de transferencias condicionadas (cuyo objetivo es la inversión en capital humano con el fin de generar oportunidades de crecimiento y autonomía individual), los gobiernos populistas redistribuyeron riqueza a través de planes sociales—esencialmente dádivas utilizadas como un medio para adquirir y preservar poder político. A medida que los regímenes populistas sigan siendo derrotados en las urnas y sean reemplazados por partidos más moderados, América Latina será testigo de un cambio de paradigma contrarrevolucionario en lugar de un cambio evolutivo. El mejor ejemplo reciente de este fenómeno es el ocaso del Kirchnesimo y albor de la Argentina de Mauricio Macri.

¿Qué tipos de programas adoptarán los nuevos gobiernos de centroderecha en esta era de dificultades fiscales y tasas bajas? Un retorno a la austeridad fiscal y ajuste monetario de los años 80 o 90 parece poco probable. Creemos que el nuevo paradigma se edificará sobre la base de sus predecesores, conservando algunos de los principios básicos del Consenso de Washington, así como—siempre que sea posible—las políticas de redistribución social instituidas por los gobiernos de centroizquierda. No obstante, dado que en los tiempos que corren los recursos financieros serán escasos, la inversión social—y, por cierto, también la inversión en infraestructura—deberá ser rediseñada con la eficiencia como principio rector, con el fin de maximizar retornos y minimizar gastos. Hemos denominado a este nuevo paradigma austeridad inteligente.

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