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Para llegar a tiempo

El financiamiento de campañas es un tema clave para la calidad de la democracia. Como señalamos en un libro de reciente publicación –del cual somos coautores– que tuvimos el honor de presentar en el Salón de Expresidentes de la Asamblea Legislativa, el pasado 11 de febrero (El costo de la democracia: ensayos sobre el financiamiento político en América Latina, UNAM, México, 2015), en la base de su importancia hay un hecho ineludible: si bien la democracia no tiene precio, sí tiene un costo de funcionamiento.

El uso de recursos económicos es un elemento imprescindible para la competencia democrática. Más que una patología de la democracia, el financiamiento político, cuando está bien regulado, es parte de la normalidad de la vida democrática.

Sin embargo, es innegable que el dinero es capaz de introducir distorsiones en el proceso democrático. Su desigual distribución incide, primero, en las posibilidades reales disfrutadas por los partidos y los candidatos para llevar su mensaje a los votantes.

En segundo lugar, su posesión confiere a los individuos y a los grupos sociales una posibilidad diferenciada de participar en las elecciones y ejercer su influencia sobre los candidatos a través de sus contribuciones. Esto es vital para la democracia. Cuando el poder político simplemente es un espejo del poder económico, el principio de “una persona, un voto” pierde su significado.

En tercer lugar, los procesos de recaudación de fondos ofrecen obvias oportunidades para la articulación de intercambios entre los donantes y los tomadores de decisiones públicas, o cuando menos para la continua aparición de conflictos de intereses. Esto último presenta aristas muy problemáticas en el caso de América Latina, donde campea el riesgo de la penetración de dineros del crimen organizado en las campañas.

No sorprende, por ello, que el tema esté hoy presente en la agenda política en muchos países de la región, como desde hace mucho tiempo lo ha estado también en Costa Rica. El país introdujo el financiamiento público para los partidos en 1956, siendo la segunda nación en el mundo en hacerlo, tras Uruguay. Sin embargo, la generosidad de la contribución estatal no alcanzó a evitar una larga sucesión de escándalos ligados al tema, una historia en la que figuran desde Robert Vesco y Manuel Antonio Noriega hasta Carlos Hank González y las donaciones ilegales del gobierno de Taiwán.

Las heridas dejadas por cada uno de estos episodios fueron dando paso a esfuerzos regulatorios valiosos, aunque incompletos. El más importante ha sido la reforma al Código Electoral aprobada en el 2009, que entre muchas modificaciones necesarias prohibió las contribuciones de personas jurídicas a los partidos. Y no ha sido únicamente la acción legislativa la que ha hecho una diferencia. Lo ha hecho, también, la Sala Constitucional al levantar el secreto bancario en materia de financiamiento, una decisión de enorme relevancia que se ha convertido en un punto de referencia a nivel internacional.

Cada uno de estos pasos ha ido moviendo al país en la dirección correcta. Esto vale la pena enfatizarlo: en un momento en que tan fácil resulta denostar al sistema político costarricense, debe reconocerse que en materia de financiamiento político el país hoy está, en términos generales, en una situación mejor que la de hace 20 o 30 años.

Toda la evidencia de que disponemos indica que las contribuciones privadas son hoy menos importantes en nuestras campañas que una generación atrás. Con bastante seguridad podemos afirmar que nuestros partidos están financiando más del 80% del costo de sus campañas con la contribución estatal. Esa es una buena noticia.

Con todo, la regulación actual presenta problemas como los siguientes:

a) Continúa siendo un sistema regulatorio que de algún modo está de cabeza: controla con gran minuciosidad la utilización de la contribución estatal por parte de los partidos, que no genera conflictos de intereses, y con mucho menos eficacia la veracidad de la información que proporcionan los partidos sobre sus fuentes privadas de financiamiento, que sí tienen el potencial de comprometer la autonomía del sistema político. Corregir este desbalance, haciendo que el TSE privilegie el control del financiamiento privado y dedique mayores recursos a él, no solo sería una forma de situar las prioridades donde realmente importa. También sería, francamente, un alivio para todos los partidos.

b) El sistema de adelanto de la contribución estatal sigue siendo muy limitado (solo un 15% del subsidio se desembolsa antes de la elección presidencial y nada en el caso de la municipal). Es hora de admitir que la eliminación por la Sala Constitucional del sistema de contribución adelantada existente entre 1971 y 1991 (cuando se desembolsaba el 50%) causó un grave perjuicio al sistema político. La debilidad del desembolso adelantado ha terminado por dejar a los partidos a merced de bancos y prestamistas durante las campañas. Peor aún, la posibilidad de un partido de recibir préstamos durante la campaña contra su expectativa electoral hoy depende enteramente del veleidoso comportamiento de las encuestas. Esto es injusto y riesgoso, como lo han señalado las misiones de observación electoral de la OEA.

c) Es un marco normativo que hace poco por limitar el gasto publicitario de los partidos, una de las formas más eficaces para reducir las erogaciones durante las campañas y generar condiciones de equidad en la competencia electoral, uno de los objetivos más importantes por mejorar del actual sistema. Es necesario evaluar la conveniencia de adoptar un sistema de franjas publicitarias (proveídas gratuitamente por los concesionarios del espectro radioeléctrico o adquiridas por el TSE y puestas a disposición de los partidos) como lo han hecho, con buen suceso, otras democracias de la región, como Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y México.

d) La regulación actual tiene serias vulnerabilidades a nivel local. Obligar a los partidos a presentar un solo reporte financiero con las contribuciones que reciben en todo el país (el mismo sistema que existe para la elección presidencial) es insuficiente cuando, en la práctica, lo que existen son 81 elecciones cantonales, en las que cada candidato recauda y gasta autónomamente. Digámoslo con claridad: se sabe relativamente poco sobre quién financia las campañas a nivel local en Costa Rica. Esto no importaría demasiado de no ser porque la experiencia de otros países –desde México hasta Colombia– demuestra que las campañas locales son la vía por excelencia para que el crimen organizado penetre las estructuras electorales. Reforzar los controles financieros que rodean las elecciones municipales es una de las tareas más urgentes que tiene el país en materia de financiamiento electoral.

Costa Rica ha dado pasos importantes en los últimos años en materia de regulación del financiamiento político. Pero es urgente atender las debilidades del actual marco normativo. Existen proyectos en la corriente legislativa, como el número 18.739, presentado por el TSE desde abril del 2013, que incorporan casi todas las reformas aquí sugeridas y proporcionan una estupenda base para llevar adelante esta discusión ineludible. Porque debemos saber que los problemas de la regulación actual tarde o temprano los habremos de atender.

La pregunta es si lo haremos antes o después del próximo escándalo. Ojalá, por una vez, lleguemos a tiempo.

Este artículo fue publicado originalmente en La Nación.