“Los rumores de mi muerte han sido gravemente exagerados”, solía decir Mark Twain. Lo mismo podrían hoy decir los EEUU a los perennes anunciadores de su crisis terminal. Porque la elección de Barack Obama es una prueba de la grandeza de una sociedad abierta, capaz de revisarse a sí misma y rectificar.
¿Qué pasó? Esta es la culminación de la lucha por los derechos civiles que inició una costurera de Alabama en 1955. Sin la decisión de Rosa Parks de negarse a ceder su asiento de bus a un hombre blanco, no habría Presidente Obama. Tampoco sin las muertes de Emmett Till, Medgar Evers y Martin Luther King o sin el coraje político de Lyndon Johnson. He aquí un mensaje para quienes están dispuestos a sacrificar la democracia en el altar de la búsqueda de la justicia social: en una democracia genuina los caminos para expandir los derechos, aunque tortuosos, nunca están cerrados. Sólo toman tiempo y valor.
La elección también marca el final de la era inaugurada por Reagan en 1980. La noción simplista de que “el gobierno no es la solución a los problemas, sino el problema” ha quedado hecha trizas en las ruinas de Wall Street. Más aún, los resultados muestran que la coalición que sostuvo al Partido Republicano por un cuarto de siglo –una amalgama de, entre otros, los votantes conservadores del Sur y los libertarios de los estados montañosos del Oeste—se ha resquebrajado. Así lo sugieren las victorias demócratas en Virginia, Carolina del Norte y Colorado. Si esas son malas noticias para los republicanos, peor aún lo son los aplastantes triunfos demócratas entre algunos grupos claves: mujeres (56%), latinos (67%), afro-americanos (96%) y jóvenes (66%). Los republicanos se han convertido en un partido envejecido y monocromático, en cuya base está un recurso no renovable: el hombre blanco, rural y religioso. Esto replica lo vivido hace años por el Partido Conservador británico. Hay una enseñanza en ello: no hay derrota definitiva en política. Si aprovecha bien su travesía por el desierto, el Partido Republicano volverá a ser una opción de poder en el futuro, como lo son hoy los conservadores británicos. Pero no sucederá mañana.
¿Por qué pasó? Muchas causas explican este resultado. El colapso financiero es, sin duda, una de ellas. Pero en la raíz está la sensación de pérdida de rumbo del país en estos 8 años. Tres cuartas partes de los votantes afirmaban antes de la elección que el país marchaba por una senda incorrecta. Dos hechos fueron decisivos para ello. El primero fue la debacle en Irak, con su demoledor efecto en la imagen de los EEUU en el mundo. El 83% de los norteamericanos consideran que la tarea más importante del nuevo presidente es reparar esa imagen. Esto es notable, porque desmiente a los snobs que ridiculizan a los votantes norteamericanos como poco menos que tarados, inconscientes de lo que pasa en el mundo. La sofisticación de este electorado es mayor que eso y la de muchos de sus críticos, menor de lo que piensan. El segundo hito fue el Huracán Katrina, que mostró escenas de deterioro social incompatibles con los ideales y la riqueza de esta nación. En esas aguas abrevó la candidatura de Obama, que ofreció a la sociedad norteamericana la oportunidad de reconciliarse con los mejores ángeles de su naturaleza.
¿Cómo pasó? Observar esta campaña fue aleccionador. Pese a la inevitable frivolidad vimos un debate en el que, por ejemplo, jugó un papel central el tema de la fiscalidad del Estado. Este, que debería ser la savia de la discusión democrática, es, en cambio, el innombrable de las campañas en América Latina, que necesitan debatirlo como ninguno.
Más notable aún ha sido el abrumador escrutinio de los candidatos. La popular noción de que las campañas modernas “engañan” a los votantes es absurda. Lo contrario es cierto: los votantes llegan a conocer a sus líderes políticos demasiado bien, lo cual no está exento de problemas. Si “ningún hombre es un héroe para su mayordomo”, como lo advertía Montaigne, entonces pareciera que la ubicuidad de la prensa, particularmente la televisión, ha hecho desaparecer la aureola mística que antes rodeaba al poder y hacía más fácil la tarea de gobernar.
Las campañas actuales son, ante todo, un examen de temperamento. Ello es bueno, porque la capacidad de los aspirantes para reaccionar frente a lo inesperado importa tanto como sus prioridades. A fin de cuentas, sólo rara vez los políticos hacen exactamente lo que prometieron en campaña. La realidad es veleidosa y genera caóticamente los retos que definen una presidencia, desde Pearl Harbour para Roosevelt hasta los ataques del 11/9 para Bush. En esto las señales de Obama son magníficas. A lo largo de esta ordalía dio muestras de un auto-control a toda prueba.
Con todo, el significado de esta elección radica en algo más profundo: enseña que existe el progreso moral. En 1958, un 63% de los votantes en EEUU decía que no votaría por un candidato negro; medio siglo después, han elegido a uno. Este progreso no acaece en forma constante, sino a través de los flujos y reflujos de la historia, de los que hablaba el gran Gianbattista Vico. Y sucede porque para la sociedad norteamericana la Declaración de Independencia no es un papel mojado. Este país está lejos de las aspiraciones humanas ahí proclamadas, pero nunca ha abandonado su búsqueda y cuando parece hacerlo, rectifica. Samuel Huntington lo puso estupendamente: “Para sus críticos, los EEUU son una mentira, porque su realidad se queda corta de sus ideales. Están equivocados. Los EEUU no son una mentira, sino una desilusión. Pero tan sólo pueden ser una desilusión, porque son también una esperanza.”
Con la elección de Barack Obama los EEUU han mostrado que siguen siendo una esperanza, que su grandeza no es casual y que, para tristeza de algunos, no están en vías de extinción. Por dicha.
Commentary
Op-edAlgunos significados de Obama
November 9, 2008