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Cooperación UE-EE.UU. en el Cambio Climático

Nota del Editor: Negociadores del cambio climático de todo el mundo se reunieron en Bonn en junio, y algunos europeos ya han empezado a criticar las posiciones estadounidenses sobre el cambio climático por carecer de la ambición suficiente para tratar la crisis climática. ¿Pueden EE.UU. y Europa olvidar sus desacuerdos del pasado y pasar una nueva página? El Director General de Brookings, Bill Antholis, estuvo en Alemania para dirigir esta conferencia internacional de expertos en el cambio climático y trazó un nuevo rumbo para la cooperación transatlántica en este tema.

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Puesto que esta es una conferencia sobre cultura y política, y dado que mi tema son las relaciones transatlánticas, las observaciones de hoy estarán enmarcadas dentro de una gran contribución transatlántica cultural: la película “El Bueno, el Feo y el Malo”. Para aquellos de ustedes que no sean fans de las películas spaghetti westerns, son lo último en la cooperación EE.UU.-Europa. “El Bueno, el Feo y el Malo”, por ejemplo, fue escrita y dirigida por un equipo de italianos, protagonizada tanto por americanos como europeos, y se rodó en España. Muchos la consideran todavía como uno de los mejores Western de la historia del cine.

Dado el título de esta sesión, “Condiciones para el Camino hacia el Puente del Clima Transatlántico”, vale la pena observar que esta película tiene una escena estupenda y exagerada en la que los personajes del Bueno y del Feo vuelan un puente juntos para distraer a los ejércitos del “norte” y del “sur”. Por lo que les pido perdón por mezclar descaradamente estas dos (incluso tres) metáforas.
Cuando se trata del esfuerzo internacional para tratar el cambio climático, existen pocas dudas sobre la necesidad de un puente transatlántico. Sin embargo, la cuestión sigue siendo, ¿con qué fin? Creo que un rápido repaso del bueno, del malo y del feo de la relación transatlántica actual mostrará que, entre otras cosas, el viejo puente ha tenido defectos estructurales en cómo la política, la cultura política y los sistemas políticos de EE.UU. y de la UE estructuraron sus negociaciones el uno con el otro. Eso ha contribuido a cómo han visto las partes el desafío, y cómo se han visto una a la otra. Como resultado, un puente nuevo (es decir, un nuevo régimen climático) está disponible y tiene en cuenta esas culturas y sistemas políticos diferentes.

Empezando con la UE, es fácil comenzar con el bueno. Todos los estudiantes de instituciones les dirán que una institución duradera requiere una misión y un fundador. Con disculpas a Al Gore, la misión moral de la UE y su espíritu fundador ha sido una fuerza motriz en la construcción de un régimen climático global. Ese era el caso antes de Kioto, y ciertamente ha sido el caso durante la Administración Bush. Esto se extiende desde establecer la solidez de la ciencia climática hasta mostrar el camino en las medidas políticas. Se nota que Europa asumió un ambicioso objetivo político en Kioto, y parece estar próxima al cumplimiento de dicho objetivo.

¿Por qué? Un factor clave en esta historia de éxito es que el sistema político europeo permitió que esto sucediese dando poder a los partidos minoritarios. En un sistema parlamentario, si un partido minoritario como los Verdes capta el 10% de los votos y luego se une con una coalición ganadora, entonces constituirán el 20% de los votos de la coalición. Normalmente eso les otorgará uno o dos puestos en el gabinete, y la capacidad para que su emisión de firma sea prioritaria. Esto es exactamente lo que ocurrió con el cambio climático, donde los partidos verdes de todo el continente (especialmente aquí en Alemania, pero también en los Países Bajos, Escandinavia y en otros lugares) han establecido un orden de prioridades para este tema, coordinándose entre ellos y con otros países, y han obtenido éxitos importantes. En Estados Unidos, el 10% de los votos sería un resultado perdedor irrisorio. En Europa, el 10% es un mandato para cambiar el mundo.

Los sistemas políticos no justifican todas las diferencias entre los Estados Unidos y Europa. Los ciudadanos europeos, las ONGs y las corporaciones también han marcado la diferencia. Estos europeos no han visto el cambio climático como un asunto tecnológico o económico. Lo han visto como una cuestión de moralidad básica de sentido común, política, economía y cultura. Por lo que esa combinación de instituciones políticas y cultura política ha convertido el tema en una prioridad en todo el continente, fácil de comprender por los medios de comunicación y por el público general.

Ahora, como alguien con casi quince años pasados en Europa y con europeos intentando crear un régimen climático global, creo que todos nosotros reconocemos que ha habido algún malo. Caracterizaría a ese “malo” como una serie de malas suposiciones sobre cómo la cultura diplomática e institucional europea aplica a la cultura diplomática y a las instituciones globales.
La primera mala suposición que los europeos hacen con frecuencia es que otros países industriales responderán tan rápidamente y con tanta ambición al mismo conjunto de datos. Quizás los líderes europeos supusieron esto porque los ambiciosos objetivos de Kioto resultaron relativamente fáciles para Europa, en parte gracias a las medidas anticipadas en Alemania, Francia y el Reino Unido. Aunque los tres más grandes de Europa asumieron los esfuerzos políticos en los años 80 y 90 que redujeron sus gases de efecto invernadero, estas reducciones no fueron realizadas con la intención de luchar contra el cambio climático. Fueron realizadas por un conjunto de motivos completamente diferentes: el cierre de la economía ineficiente de Alemania Oriental, el esfuerzo por desarrollar la energía nuclear en Francia y el esfuerzo de Margaret Thatcher para cerrar las minas de carbón.

Este orgullo en motivos exógenos reforzó una segunda mala suposición: que la propia experiencia de posguerra de Europa en intergubernamentalismo podría ser aplicada globalmente. Es decir, desde la Segunda Guerra Mundial, los miembros de la UE han negociado su integración los unos con los otros primero, y posteriormente han legislado a nivel local. Cuando varios públicos nacionales europeos protestaron, el estribillo común de los estados miembros era “la UE me obligó a hacerlo”. Es más, los gobiernos europeos han llegado a tratar las negociaciones entre ellos como legislación. Sobra decir que ese enfoque para el gobierno no aplica fácilmente en otros países. Dicho de otra manera, Europa tiene una visión única post Segunda Guerra Mundial de la “soberanía como un problema” que buena parte del resto del mundo simplemente no comparte. Los partidarios de la soberanía todavía predominan, desde Washington hasta Pekín, Nueva Delhi, Moscú, Ciudad de México.

Por último, la cultura diplomática europea también tiene una interpretación distinta de lo que significa sumarse a un acuerdo “vinculante”, basada de nuevo en esta experiencia de posguerra. Las reglas en el sistema europeo son como los límites de velocidad del tráfico: existe una expectativa de un incumplimiento. Eso está bien. La flexibilidad en los regímenes internacionales es algo bueno, mientras que la mayoría de los estados cumplan la mayor parte del tiempo. Los límites de velocidad son una buena analogía. Ayer, conduciendo desde el aeropuerto de Frankfurt a una velocidad de hasta 190 km/hora en zonas de 120 km/hora, puedo decir que el esfuerzo europeo por el clima está en un nivel mucho más elevado de cumplimiento. Pero ese cumplimiento climático también no es tan estricto como la legislación de tráfico en la pequeña ciudad del sur en la que vivo (Charlottesville, Virginia), donde ir a cinco millas por hora por encima del límite de velocidad te dará una multa de 100$.

Habiendo examinado el historial de Europa en la implementación de Kioto, llegué a la conclusión de que mientras el sistema político europeo tiende a recompensar a las minorías movilizadas y a legislar a través de una serie de negociaciones intergubernamentales, el resultado global ha sido un conjunto de normas y políticas que el público en masa de varios países no comprende ni adopta por completo en ocasiones. Para este observador externo, podría decirse esto en general sobre los esfuerzos de la UE que unas veces funcionan y otras no para aumentar la constitución del continente. En el contexto más reducido del cambio climático, el sólido historial de Europa para la implementación de los objetivos de Kioto demuestra también cómo lleva a defectos. La elevada ambición de las minorías movilizadas, combinó con la ambición ligeramente más baja de los públicos en masa para llevar a un buen, pero no estupendo, registro de implementación. Lo que muestra el gráfico a continuación es que Europa se quedará corta en sus objetivos de Kioto de una reducción del 8% en todo el continente. Y si no hubiese sido por los mecanismos flexibles de comercio de derechos de emisión y los “sumideros de carbono”, Europa incluso no estaría cerca. Es importante observar que en un principio los partidos verdes presionaron para cumplir con el objetivo de Europa para la reducción del 8% simplemente con acciones nacionales, y se opusieron a estos diversos mecanismos de mercado, puesto que creían que estos últimos eludían las obligaciones morales para modificar los estilos de vida y reducir las emisiones. Aunque es probable que esos mecanismos permitan que Europa cumpla con Kioto.

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Fuente: Agencia Europea de Medio Ambiente, Tendencias en las emisiones de gases de efecto invernadero en Europa, 2008 (EEA, Copenhague: 2008)

Así pues, si la cultura política de Europa hasta la fecha ha sido en su mayor parte el bueno con algo del malo, ¿qué ocurre con el feo? No ha habido mucho, pero si lo ha habido, indicaría esos feos momentos cuando el rigor europeo se volvió rígido, y cuando los negociadores europeos permitieron que el perfecto fuese el enemigo del bueno. En mi opinión, ninguno fue peor que en los días y años inmediatamente después de Kioto, en lo que respecta a cómo trató Europa el apoyo de América para estos mecanismos de mercado. Esto fue un ejemplo de Europa guiando al resto del mundo hacia una línea de meta, pero donde Europa no podía aceptar un compromiso que en ocasiones es la esencia del verdadero liderazgo. Es decir, en ocasiones, ser líder exige comprender porqué los seguidores de uno tienen buenas razones para no estar dispuestos a seguir esa milla extra. En este caso, la fealdad se mostró a sí misma en La Haya en diciembre de 2000. En esos momentos, EE.UU. era todavía un socio constructivo en las conversaciones, y estaba presionando los mecanismos de mercado que los europeos necesitan ahora para aproximarse a su objetivo de Kioto. Al no aceptarlos en ese momento, la UE perdió una oportunidad para demostrar que estaba dispuesta a aceptar una buena idea que otros habían presentado.

Ahora, habiendo ofendido quizás a mis anfitriones, me gustaría intentar superar la actuación de mi Presidente la semana pasada en El Cairo indicando errores de mi propio país.

Cualquier discusión racional sobre el compromiso de los EE.UU. con el cambio climático en los últimos ocho años debe comenzar hablando sobre el feo. “Kioto” se ha convertido en una palabra código global para la arrogancia estadounidense. Es decir, al rechazar el Protocolo de Kioto en 2001, EE.UU. avisó que iba a actuar independientemente del consenso internacional y de la acción colectiva. De hecho, la declaración de independencia de Kioto por parte de la Administración Bush, iba en contra del párrafo inicial de la Declaración de la Independencia de nuestra propia nación, en la que Jefferson expuso acertadamente que “un respeto decente por las opiniones de la humanidad requiere que [EE.UU.] declare las causas que las impulsan”. En contraste, los casi ocho años de intransigencia del Presidente Bush (incluyendo casi cinco años de negación y represión de la ciencia básica del cambio climático) expresaron una indiferencia abierta por una institución internacional, sin mencionar las opiniones e intereses de la humanidad, sin declarar las causas en realidad.

Aunque eso pudo haber sido feo, reflejó un desafío más profundo dentro del sistema político estadounidense que simplemente podríamos caracterizar como “malo”. En contraste con Europa, donde el sistema político ha creado una oportunidad para el activismo a favor de la protección del clima, la estructura de la política estadounidense ha sido un obstáculo para la acción en este asunto. Es decir, nuestro sistema federal, y particularmente el Senado de los Estados Unidos, habilita a las minorías para bloquear la acción. Más allá de eso, o quizás como resultado, nuestros políticos tienden a dar prioridad a los resultados económicos, en ocasiones casi por completo hasta la exclusión de otras prioridades políticas. Además, “el pragmatismo de baja expectativa” puede llevar a medidas incompletas. Incluso entre aquellos que tienen una perspectiva progresista de esa parte del mundo (Richard Lugar o Richard Gephardt), hay casi una desesperación por la complejidad del reto. Dick Gephardt se ha referido al cambio climático como la operación política más compleja en la historia de la humanidad.

Mucho de esto gira alrededor del Senado de los EE.UU.. A continuación, el gráfico muestra la fortaleza actual del apoyo a la legislación climática en el Senado. Recuerden que la cifra mágica para aprobar una ley es 50, pero para obtener un voto en un proyecto de ley en el Senado de los EE.UU., necesita obtener 60 votos para el debate final. Más allá de eso, para ratificar un tratado se precisan 67 votos. Lo que muestra este mapa es que en realidad solamente hay unos 35 votos seguros para aprobar un proyecto de ley para el cambio climático, y otros 27 votos indecisos más o menos, que proceden o de estados con carbón o acero pesado, o de estados que son una incógnita para demócratas y republicanos. Dicho de otra manera, el margen de error es sumamente fino.

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Fuente: el autor, basándose en declaraciones públicas de los Senadores.

No debería ser ignorado un matiz clave. Más que intentar conseguir 67 votos después de una negociación para ratificar un acuerdo, la esperanza de los partidarios de Waxman-Markey es simplemente aprobar una ley interna primero y basar las negociaciones internacionales en esa ley. En el mejor de los mundos, eso sucedería antes del acuerdo de Copenhague, como un modo de enviar una señal al mundo de que EE.UU. han adoptado en realidad una ley para el cambio climático. Existe una fuerte preferencia para que todo esto ocurra antes de Copenhague para que EE.UU. no apruebe una ley porque la comunidad internacional haya dicho que la apruebe. Esto es particularmente cierto en el Senado, que protege la soberanía de EE.UU. con todo el fervor religioso que estaba asociado con esa palabra cuando la Guerra de los Treinta Años sacudió este continente hace seiscientos años.

Y esto es particularmente cierto entre los Senadores de la derecha, que tienden a cuestionar la ciencia básica en torno al cambio climático, o por lo menos, la prioridad con la que deberíamos abordar el reto. Por lo que mientras que está claro para todos que Europa, en particular, ha llevado a América al punto de aprobar una ley verdadera para el cambio climático, esto será vendido en Estados Unidos como un ejemplo de liderazgo e independencia estadounidenses. Pero al menos, estarán a la altura del espíritu de Jefferson de tener en mente las opiniones e intereses del resto del mundo.

Así que si el feo es nuestra arrogancia de hacer las cosas por nuestra cuenta, y el malo es la habilitación de las minorías para que bloqueen la acción, en particular en lo que repsecta a enredar alianzas, ¿dónde está el bueno?. Como John Podesta mostró ayer, está surgiendo una multitud crítica en los Estados Unidos, liderada por el Presidente Obama. Y esa multitud crítica se extiende al Congreso, donde a pesar de los obstáculos institucionales, es bastante probable que la legislación de “cap and trade” (control e intercambio) sea aprobada por la Cámara de Representantes a principios de este verano, y que salgan algunas cosas buenas del Senado el próximo año. Cuando a eso se le añaden otras políticas y medidas, así como los mecanismos de Kioto, las probabilidades de que Estados Unidos esté a la altura de las famosas palabras de Winston Churchill son buenas: “Siempre se puede contar con que América haga lo correcto, después de que haya agotado todas las otras posibilidades”. Después de una década de aprendizaje, lo bueno del pragmatismo estadounidense parece estar creciendo.

El auténtico beneficio de esto es que el consenso nacional para actuar parece ser cada vez más amplio. El partido republicano de George Bush está desorganizado, y un pequeño número de las personas más prometedoras de ese partido han señalado al cambio climático como una política en la que el partido republicano necesita estar en el lado correcto de la historia. Mi sensación es que eso no sucederá en este Congreso ni en el siguiente. Pero, empezando con la acción nacional, se está creando sin prisa pero sin pausa un consenso nacional que se está extendiendo hasta el compromiso público.

Y como John resumió ayer, eso se está cumpliendo con movimiento en el gobierno, aunque no sea un proyecto Manhattan, ni un lanzamiento espacial, es un aumento importante en el gasto del gobierno, grandes y pequeños laboratorios, una nueva red eléctrica, casas renovadas y un aumento en los estándares de construcción, electrodomésticos y automóviles de serie. Eso se refleja en un cambio radical en la industria, en los medios de comunicación y en los sistemas políticos locales. El mapa a continuación muestra que casi treinta estados han adoptado la legislación sobre el cambio climático de una u otra clase. Más allá de eso, cientos de municipalidades han adoptado planes de acción para el cambio climático. Que quede claro, Waxman-Markey es un gran paso hacia delante, y otros esfuerzos se están moviendo en la misma dirección.

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Estados que han adoptado planes de acción para el cambio climático. 2008.

Eso nos lleva a donde necesitan ir las negociaciones internacionales, es decir, al nuevo puente que los EE.UU. y Europa necesitan construir juntos. Ese puente debe ser construido sobre el papel histórico de Europa como líder en el tema, y debe aprovechar la presunción egocéntrica “siguiendo por no seguir” de Estados Unidos, y debe construir más allá del mismo para introducir a las grandes naciones emergentes.

Piensen en esto como un río peligroso que es necesario cruzar. Hay un viejo puente que está unido a dos promontorios poco firmes, y cuyas estructuras se están viniendo abajo. Podría ser reparado, pero si quieren viajar a la velocidad de autopista, estarían mejor si volasen el viejo y construyesen uno nuevo que una dos puntos más estables. Para poner a prueba esta analogía, el puente viejo se encontraba en una carretera que transcurría desde Berlín hasta La Haya (con Kioto en el medio). Siempre se encontraba poco firme y le faltaban partes. Kioto era un punto medio, punto culminante en el puente.

Ya he mencionado el lado de la bifurcación que está más próxima a nosotros en el tiempo: Las negociaciones de La Haya en 2000, que marcaron la última ocasión en la que EE.UU. envió un equipo de negociadores a la mesa que realmente deseaba tratar la crisis climática. El fracaso para tender un puente entre la división de EE.UU. y la UE proporcionó al equipo entrante de Bush munición para descartar el proceso de las Naciones Unidas por considerarlo imposible. Naturalmente, Europa continuó para adoptar esos mecanismos, los cuales la han ayudado para cumplir con los objetivos de Kioto. Europa y Estados Unidos necesitan continuar instando uno al otro para mantener sus ambiciones inalterables en este frente, y no descansar en sus logros, si van a convencer a los países en vías de desarrollo que realmente van en serio en hacer que esos países hagan lo mismo.

Con la elección del Presidente Obama, las emisiones en regiones industrializadas se han convertido en el lado más estable del puente. El lado menos estable es el que comenzó en Berlín, con la negociación en 1995 del llamado “Mandato de Berlín” que establecía las responsabilidades por separado (es más, regímenes internacionales por separado) para los países industrializados y en vías de desarrollo en la lucha contra el cambio climático. Los cimientos del Mandato de Berlín eran sólidos. En 1995, cuando los negociadores se reunieron en Berlín, China, India, Brasil, Indonesia, etc., cada uno estaba comenzando el proceso de liberalización, con lo cual la diferencia entre ellos y los países industrializados parecía lo bastante clara. Hasta ese momento, y todavía hoy en día, los países industrializados habían sido principalmente responsables de la inmensa cantidad de emisiones en la atmósfera, así como del calentamiento que hemos experimentado y que experimentaremos en las próximas décadas. En ese momento, las emisiones chinas todavía se encontraban por debajo de las tres gigatoneladas. Ahora emiten más de siete gigatoneladas.

Sin embargo, cuando los negociadores intentaron verter lenguaje de tratado concreto sobre los cimientos de las obligaciones comunes pero diferenciadas, lo hicieron de tal modo que no podría resistir el terremoto que se acercaba: la transformación económica explosiva presentada al mundo a través del ascenso de las economías emergentes. Como resultado, Berlín eximió a los países en vías de desarrollo del mismo tipo de obligaciones vinculantes que los países industrializados. En realidad fue más allá de eso, hasta prohibir a los países en vías de desarrollo asumir objetivos. El asombroso crecimiento en una docena de países en vías de desarrollo ha sacado a mil millones de personas de la pobreza y ha erigido edificios en el centro de ciudades que rivalizan con Nueva York, Frankfurt o Tokio. Aunque pocos podrían haber previsto lo rápido que podría ocurrir, los negociadores ignoraron la lección de las negociaciones comerciales en las últimas cinco décadas: es necesario que haya una vía para los países en vías de desarrollo para que pasen a una categoría industrial de ingresos medios o incluso completamente desarrollada.

Entonces, el puente nuevo empieza en Copenhague. Necesita ser visto como un debate constitucional. Aunque Dick Gephardt pueda tener razón en que esta sea la operación más complicada de la humanidad, no es ni debería ser vista como un trato único.
He expuesto en otro lugar que este acuerdo precisa tener al menos cinco constituyentes (a los que llamo las cinco Gs). Debería comenzar con un pequeño grupo de estados que se reuniesen regularmente, esencialmente, lo que se ha convertido en el foro de las principales economías. Deberían elaborar un acuerdo general, uno en el que la definición de “vinculante” esté más cercana a lo que entendemos como acuerdos comerciales (y en los que el cumplimiento sea ligeramente más sólido que los límites de velocidad en autopista, pero quizás no tanto como en las pequeñas ciudades del sur de los Estados Unidos). Como en los exitosos cincuenta años del sistema GATT, la ambición de esos acuerdos prepararían las medidas domésticas en rondas sucesivas. Aunque para que ese proceso tenga significado, el objetivo final estaría claro en el transcurso de una generación.

Las ventajas de este enfoque son que no pose un desafío directo a la soberanía nacional. En su lugar, coordina el trabajo de los estados de un modo que respete una diversidad de gobierno local y tiene una mayor posibilidad de obtener el apoyo de los participantes clave. Por último, lo mismo que con el régimen comercial, debe superar el mayor reto para el gobierno global del mundo actual: cómo licenciar a las naciones cuando éstas pasan de ser países en vías de desarrollo a países industrializados. Esto no quiere decir que este enfoque no tenga sus desafíos. Un enfoque basado en la historia de la negociación del GATT no garantiza las medidas domésticas rápidas, podría dejar a muchos estados más pequeños sintiéndose excluidos del proceso y podría hacer más difícil la transición para muchos de estos estados al sistema.

Permítanme que dedique unos minutos a la graduación. Considerados en amplios términos culturales e históricos, los cambios en la condición de socios (acceso, evolución, expansión y secesión) han minado casi cada sistema transnacional constitucional en la historia de la humanidad. En cierto modo, tratar la condición de socio ha estado en el corazón del propio proceso de veinticinco siglos de Europa de revisar su propia constitución, que se remonta a las ciudades-estado griegas, a la transición de Roma de república a imperio, a la expansión continental e intercontinental y la disolución de la Cristiandad. Tres milenios más tarde, Europa tiene ahora un modelo de gobierno global (y de permiso al acceso) que es inspirador y retador. Inspira por cómo construyó la paz y la prosperidad tras la Segunda Guerra Mundial y ayudó a finalizar pacíficamente la Guerra Fría. Es retador porque precisa ser adaptado globalmente al cambio climático, en un mundo en el que los futuros participantes, los rezagados económicamente y los nuevos aspirantes del mundo en vías de desarrollo tienen políticas nacionales y opiniones sobre la soberanía muy diferentes.

América (cuyo orgullo enorme por su soberanía e historia política ya he mencionado) tiene su propia historia sobre el tratamiento de la condición de socio. Nuestros breves doscientos años de historia constitucional incluyen una compra muy importante de tierra a los franceses, una guerra civil, varias guerras entre el norte y el sur y un esfuerzo ahora paralizado para integrar nuestras economías con nuestros vecinos. Sin duda alguna, el asunto más difícil en la historia reciente ha sido las relaciones con México, en las que la ambivalencia estadounidense sobre nuestro vecino sureño menos desarrollado se extiende desde el comercio a la inmigración, las drogas y cuestiones medioambientales. Así que ni siquiera intentaré sermonear a Europa sobre cómo tratar sus desafíos “en el exterior cercano”, dado nuestro propio historial irregular.

Dicho eso, cuando se trata del cambio climático, Estados Unidos y la UE deben empezar con un conjunto común de puntos de referencia para crear un régimen verdaderamente global. En primer lugar, debemos comprender que el mundo en vías de desarrollo es un lugar diverso, con una amplia gama de desafíos y oportunidades, y por consiguiente, capital. El sencillo modelo de “norte” y “sur”, “industrializado” y “en vías de desarrollo” ya no aplica. Los mercados emergentes combinan centros económicos del Primer Mundo con un desarrollo industrial todavía primitivo, con rudimentarios marcos legales y reguladores y con los mayores extremos de la pobreza. Aunque todavía hay cientos de millones de personas muy pobres viviendo en estas naciones, sus gobiernos centrales disponen de algunos recursos para tratar su difícil situación.

Por lo que nuestro esfuerzo en comprometernos con ellos debería comenzar con la premisa de que cada uno debería ser tomado en su propio nivel de desarrollo y su propio nivel de capacidad para tratar los temas en cuestión. Eso también significa reconocer y dar crédito a las medidas que puede que ellos ya estén tomando para tratar el cambio climático. En el caso de China, éstas son ya considerables y están aumentando cada día. Y significa empezar a aprender y entender cómo sus sistemas políticos están o no están preparados para tratar la crisis. Cada uno de ellos tiene su propio mapa complicado de circunscripciones políticas, procesos políticos y esfuerzos para la educación pública que es necesario tener en cuenta.

Además, trabajar con China e India en particular (así como con Rusia) es sumamente importante por cómo este asunto conecta con otros tres retos de gobierno global: la energía nuclear y la no proliferación, el revigorizamiento del régimen comercial global y el rediseño de la revuelta arquitectura financiera global.

El otro gran reto se encuentra más allá de ellos, donde es probable que los más pobres sean los que más sufran el cambio climático y también les falte la capacidad para adaptarse y reaccionar. Quizás el modo más eficaz para alargar la mano a los países en vías de desarrollo y a las naciones más pobres sea centrarse en las auténticas áreas de oportunidades, en las que la mitigación y la adaptación puedan ser tratadas simultáneamente. Ciertamente esto aplica en áreas como la deforestación y la conservación costera. Pero se extiende así mismo al desarrollo de infraestructuras, sobre todo la generación de energía, transporte y construcción.

Y mientras todos estamos centrados de modo correcto en un futuro sin carbono, no deberíamos ignorar los otros gases de efecto invernadero que son críticos (en particular el carbono negro, el óxido nitroso, el metano y los gases sintéticos). Algunos de estos tienen un impacto más rápido sobre el clima, como el carbono negro, que está causando directamente el calentamiento en el Ártico así como la tercera capa de hielo del Himalaya. Algunos de ellos duran también mucho más que el CO2, in particular los gases sintéticos, que son relativamente baratos y fáciles de sustituir. Todos ellos son bastante más fáciles de tratar que el carbono y ofrecen oportunidades reales para la cooperación estadounidense-europea en la ayuda para tratarlos. Un compromiso en conjunto de EE.UU.-UE en ello (quizás en equipo con India y China) podría ofrecer una prestación real y tangible para Copenhague, particularmente en el caso que el esquema al completo no confluya en esta ocasión.

Resumiendo: necesitamos combinar fuerzas. Necesitamos movilizar el liderazgo de Europa en el tema: su visión moral, su énfasis en los estilos de vida, sus minorías con poder, sus dos milenios de experiencia en la construcción constitucional, su elegancia tecnológica, así como sus lazos antiguos en sitios clave de todo el mundo: desde Rusia hasta África, Latinoamérica, Sudeste Asiático. Asimismo, precisamos movilizar el espíritu empresarial, la imaginación, la uniformidad reguladora y los elogiosos lazos antiguos de América en otros sitios clave de todo el mundo, como Asia Oriental, Asia Meridional y Latinoamérica. Si construimos juntos, el nuevo puente que empieza en Copenhague puede ser sólido y firme, bastante robusto, no sólo para un coche Audi a 190 km o un híbrido Hummer, sino quizás también para un tren Maglev que funcione con energía solar.