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Commentary

‘Parlamentarismo’ disfrazado

Las inconsistencias del 'impeachment' a Dilma Rousseff

Editor's note:

Este artículo fue publicado originalmente en El País de Madrid el 25 de octubre de 2016.

Imagine que la economía brasileña estuviese creciendo a tasas robustas, como en el 2010. Imagine también que el escándalo de corrupción de Petrobras nunca hubiese visto la luz del día. Por último, retroceda a cuándo Dilma aún gozaba de amplio apoyo parlamentario y aprobación popular. En resumen, imagine que Brasil no estuviese sufriendo una profunda crisis económica y política. ¿Seguiría usted apoyando el impeachment?

Si la respuesta a esta pregunta es no, claramente algo no anda bien. No anda bien porque a Dilma no se la destituyó por su pésima gestión económica. Tampoco se la destituyó por haber sido encontrada culpable de corrupción, enriquecimiento ilícito u obstrucción de la justicia en el caso Petrobras. No, a Dilma se la destituyó por la presunta comisión de irregularidades administrativas: (1) “pedaladas fiscais,” un mecanismo de maquillaje de las cuentas públicas, y (2) decretos no numerados supuestamente incompatibles con la Ley de Presupuesto.

Empecemos por el marco jurídico. En Brasil, el presidente de la República sólo puede ser destituido invocando la figura de impeachment-y revocando el mandato popular que lo eligió en primer lugar- cuando existen pruebas de su comisión activa de un “crimen de responsabilidad”. Así lo establece el artículo 85 de la Constitución Federal. Los crímenes de responsabilidad están establecidos por ley No. 10179/50 de manera taxativa y no admiten interpretaciones por extensión ni por analogía.

Si bien existe un debate legítimo acerca de si las conductas que se le imputaron a Dilma constituyen o no crímenes de responsabilidad punibles con la destitución, lo cierto es que el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil dio por saldado el asunto en abril de este año -antes de la votación en Diputados, pero después de que una comisión especial recomendase iniciar un juicio político- cuando desestimó la apelación presentada por la Abogacía General del Estado solicitando anular el proceso por supuestos “vicios procesales”. El STF no tiene la potestad de pronunciarse sobre los méritos políticos de un impeachment, pero sí tiene la última palabra acerca de los presupuestos técnico-jurídicos del mismo. Aunque hubo quienes argumentaron que ni las pedaladas ni los decretos no numerados pueden ser considerados crímenes de responsabilidad y por lo tanto que la destitución es inconstitucional, lo que el STF hizo cuando dio curso al proceso fue avalar la legitimidad jurídica del impeachment.

No obstante, el proceso en cuestión sí pudo estar contaminado por ilegitimidad de origen. Da toda la impresión de que el impeachment nace de una decisión política de destituir a una presidenta impopular, que había perdido las mayorías parlamentarias, incapaz de gobernar un país sumido en una crisis económica profunda, y reacia a frenar las investigaciones penales que pesaban sobre los impulsores del proceso. Tomada la decisión, lo que siguió fue simplemente la búsqueda de un pretexto formal que permitiera cumplir con los requisitos jurídicos del impeachment. Probablemente las irregularidades administrativas que provocaron la caída de Dilma jamás hubieran visto la luz del día si la situación económica y política hubiera sido otra, ya que estas prácticas han sido usuales en Brasil.

Dicho en otras palabras, se utilizaron mecanismos formales para recrear las consecuencias que la impopularidad y/o la pérdida de mayorías parlamentarias habrían tenido en un régimen parlamentario. En el fondo, lo que se hizo fue parlamentarizar de facto un régimen presidencialista. ¿Cuál es el problema? Que de acuerdo a la Constitución brasileña, ni la impopularidad ni la pérdida de mayorías parlamentarias son causales de destitución. A diferencia de la moción de censura o el voto de desconfianza -instituciones típicas del parlamentarismo- el impeachment en Brasil es un procedimiento jurídico, no político.

La pregunta que deberíamos hacernos es si esta práctica de parlamentarizar de facto sistemas presidencialistas es realmente sana para la democracia. Tal vez se pueda pensar que lo que Brasil necesita es mutar a un régimen parlamentarista de jure. Sin embargo, es bien sabido que la situación económica de un país incide fuertemente en los resultados electorales, por lo que una alta volatilidad económica se traduce directamente en una alta volatilidad política. Una vez considerada la volatilidad económica subyacente de la que padece tanto Brasil como América Latina -porque las economías de la región están a la merced de los precios de las materias primas y otros vaivenes externos en mayor medida que otros países en otras regiones- resulta claro que un sistema parlamentario podría derivar en un sistema político aún más inestable que el actual y serviría únicamente para amplificar los ciclos.

O sea que, por lo menos para Brasil, el presidencialismo puede que sea la elección más sensata. Pero si lo es, entonces deben respetarse las reglas del juego del presidencialismo, tanto formalmente como en espíritu, aunque por momentos no nos convengan o deseáramos que fueran otras. De lo contrario, estaremos jugando un peligroso juego con la institucionalidad. Y quien con fuego juega, eventualmente se quema.

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