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Commentary

Despierta, América

Ted Piccone writes that it is time for the United States, including the national security establishment, to close the gap between ends and means, in this review of Andre Bacevich’s latest book, The Limits of Power: The End of American Exceptionalism.

El mundo que ha disfrutado EE UU en los últimos 60 años está llegando a su fin. Nuestro apetito por tener más al precio que sea y la tensión a la que están sometidos los recursos del imperio para satisfacer ese apetito son, en parte, los responsables de esta triste situación. Ha llegado el momento de que los estadounidenses se despierten y empiecen a vivir con arreglo a sus medios.

Éste es el amargo mensaje que ofrece Andrew Bacevich en su último libro, una advertencia de que ha llegado la hora de que los estadounidenses cambiemos nuestras malas costumbres y nos pongamos a dieta. Es indudable que, dada la situación de EE UU como principal deudor del mundo, es el sermón que hace falta; es como decirnos que confesemos nuestros pecados antes de la comunión semanal. Sin embargo, todo parece indicar que Washington está haciendo oídos sordos.

Bacevich, un coronel retirado del Ejército estadounidense que estuvo en la guerra de Vietnam y hoy es un profesor católico y conservador en la Universidad de Boston, empieza el libro con dos poderosos elementos. La obra está dedicada a la memoria de su hijo, que murió en Irak en mayo de 2007; un sacrificio personal en una guerra que tal vez figure en los libros como el punto de inflexión que marcó el declive gradual de Estados Unidos como superpotencia.

Con un estilo animado e informativo, Bacevich aborda las tres crisis que considera más importantes y que hoy afronta Washington. La “crisis de despilfarro” es consecuencia de una “ética de autogratificación” que “ha arraigado firmemente como rasgo característico del modo de vida norteamericano”. La adicción a consumir más en busca de la felicidad personal ha creado una peligrosa dependencia de otros y un inmenso abismo entre los fines y los medios.

Durante la historia de Estados Unidos, afirma, la voluntad de expandirse territorialmente y, a partir de la Segunda Guerra Mundial, de tener una hegemonía mundial indiscutible, ha ido unida a nuestro deseo de más libertad dentro de nuestro país. El autor establece un vínculo más bien tenue entre el éxito del movimiento progresista en la lucha por la igualdad de derechos y nuestras ambiciones imperiales de posguerra. “Desde la Segunda Guerra Mundial hasta los 60, tener más poder en el extranjero significaba tener más abundancia en casa, lo que, a su vez, abría la puerta a tener más libertad”. Es una relación causa efecto que a cualquier historiador le costaría mucho demostrar.

Su argumento fundamental –que la ambiciosa política estadounidense de seguridad nacional ha tenido como propósito, desde hace décadas, impulsar sus intereses económicos– es una idea, si no nueva, sí razonable. La extraordinaria autosuficiencia de EE UU como potencia industrial y gran exportadora de bienes a todo el mundo durante los 50 hizo que el país tuviera cada vez más necesidad de importar petróleo para sostener nuestra nueva abundancia. Esto, a su vez, empujó a Washington a una larga serie de intervenciones militares para obtener, asegurar y proteger ese oro negro. Esto, unido a las ilusiones sobre una dominación militar indiscutida, creó una trampa de dependencia que acabó desembocando en el lodazal de Irak, un lugar que se suponía que tenía suficiente crudo para pagar la carísima y desastrosa invasión y ocupación del presidente Bush (más de un billón de dólares hasta el momento). En un fragmento lleno de dramatismo y muy profético, acusa a las autoridades estadounidenses de haber participado, “en la práctica, en un sistema de Ponzi cuyo fin era extender de manera indefinida el crédito de Estados Unidos”. Al final, como aprendieron muy a su pesar el financiero Bernard Madoff y sus clientes, hay que pagar las facturas.

Bacevich pasa a su segundo objetivo: la crisis política de la democracia estadounidense. La visión de los padres fundadores de una república federal en la que la autoridad emanara del pueblo y el Gobierno central tuviera poderes limitados se ha venido abajo. La han sustituido por una presidencia imperialista, un Congreso irresponsable, una clase política incompetente y un público engañado. Un sistema disfuncional, que representa un “peligro claro e inminente” para el pueblo estadounidense.

El autor se indigna con la ineptitud del aparato de seguridad nacional, al que culpa de “no haber previsto y evitado el 11-S; no haber llevado ante la justicia a sus principales arquitectos; no haber elaborado una respuesta realista a la amenaza representada por el extremismo islámico, y, sobre todo, de los inmensos fracasos de las guerras de Irak y de Afganistán”. Aunque sus mayores críticas las reserva para el Gobierno Bush y su doctrina de la guerra preventiva, también responsabiliza a los presidentes Clinton y Obama, que, en su opinión, perpetúan una ideología de seguridad nacional según la cual EE UU es el gran defensor de la paz y de la libertad en todo el mundo.

La tercera crisis de nuestro tiempo es la militar. Los dirigentes de Estados Unidos han sobrevalorado el poder militar como instrumento para resolver problemas. Necesitamos una “política exterior no imperialista”, que reconozca que la utilidad de las Fuerzas Armadas es limitada. Es difícil no deprimirse a propósito del futuro de EE UU después de leer el cáustico análisis de Bacevich.

Por desgracia, a la hora de ofrecer soluciones, se queda corto, porque identifica acertadamente el cambio climático y la proliferación nuclear como los “metadesafíos” de nuestra época, pero da escasos detalles sobre cómo afrontarlos. Su tono, a veces desagradable e inflamatorio, hace pensar que tiene una rencilla personal con los poderes de Washington y cierta afición a exagerar.

Pero, aparte de estas distracciones, su condena de los rasgos que caracterizan al sistema estadounidense obliga al lector a afrontar una realidad poco optimista. Quizá se trate de eso: al fin y al cabo, todos debemos arrepentirnos antes de obtener la salvación.